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Santusa es ñakaj. Anda sola y la gente evita hablar con ella. Viuda desde hace muchos años, vive en Huarocondo, provincia de Anta, departamento de Cusco; un pueblo lleno de tradiciones y contradicciones, en donde la historia parece haberse paralizada desde mucho tiempo atrás. Los únicos síntomas de modernidad se vislumbran quizá en el alumbrado público que el alcalde hizo instalar hace algunos años, y por supuesto, el tren de turistas que viene del Cusco y que pasa de largo hacia el Macchu Picchu. Ya no se detiene en la estación de Huarocondo, por lo que casi nadie más compra el famoso lechón que antes vendían los lugareños al pie del ferrocarril.
Santusa suele caminar a solas por las pampas que rodean la comunidad de Huarocondo. Nadie se asoma, ni menos para acompañarla en cuidar sus dos vaquitas o para ayudar en trabajar la chacrita, donde unas magras plantas de maíz tratan de sobrevivir a la sequía. Vieja y arrugada como una pasa, a esta mujer se la ve triste y rechazada. Santusa es ñakaj. Es que los últimos años ha muerto más de un viejito en el pueblo; siempre de una enfermedad que deja hasta el más gordo en puro hueso. El rumor dice que han sido víctima de un "saca-cebo", un alma maligno que susurra por el pueblo y que se alimenta con la grasa de los seres humanos. También lo dicen pistaco. La gente de Huarocondo está convencida que esta alma se instaló en el cuerpo de la señora Santusa. Porque antes de morir, los elegidos habrían recibido una extraña sonrisa de esta viejita, y con ello, el contagio de la maldición del fantasma. Por eso, nadie quiere saber de ella; todos se mantienen lejos de esta mermada mujer para evitar la mirada de sus pestañas o peor desgracia, arriesgar un contacto directo.
Recientemente, se inauguró un nuevo canal de regadío en las faldas del cerro cerca del pueblo, con lo cual las aguas llegaron a los campos de cultivo que rodean Huarocondo. Pero no es mucha agua y además, es cara: tiene que ser bombeada desde el río, con la energía del alumbrado público que a través de unos postes de concreto llega a la pequeña caseta de bombeo. Los campesinos tienen que turnarse para poder regar. Por mala suerte, a varios de ellos les toca regar de noche, porque de día no alcanza el agua. Entre estos esforzados mortales también se encuentra la señora Santusa. Sólo la noche - y a veces, la luna - acompaña a ella en entregar un poquito de agua a aquellas plantitas de maíz que marchitan en su chacra de Rosaspampa. Desde entonces nadie más riega de noche, por miedo de ser contagiado por el fantasma. Se apagaron los lamparines de unos pocos que antes todavía se arriesgaron. El temor de caminar por las huellas del fantasma también se apoderó de aquellos que debían regar de día, por lo que dejaron de caminar por los campos. Poco a poco, el canal dejó de funcionar para siempre. Y así, a falta de otros candidatos, el ñakaj se comió a la misma Santusa. Por fin, el pueblo de Huarocondo pudo regresar a sus tradiciones y contradicciones. Santusa era ñakaj.
Versión original: 2004